Saturday, August 3, 2013

Cachos Pegados.

Estoy rota.
Tan rota, que hace tiempo que no me sale escribir, ni tocar la guitarra, ni dibujar, ni cantar.

Estaba empezando a reconstruirme. Me reía con las risas ajenas y me obligaba a salir. "Éste es mi corazón,"pensaba, "y tengo que alimentarlo."

Después de cada quiebre siempre es tentador darme por vencida. En seguida enciendo un cigarrillo y me niego al amor. Me hago amiga de los hombres porque eso es fácil y divertido. No me dejo verlos bien, no me dejo verlos hombres.
Y me refugio en mi máscara feliz, y sólo lloro en algún colectivo mientras escucho las canciones más tristes.

Pero ésta vez, en mi empeño por reconstruirme, algo cambió. Alguien me ofreció una mano. Ni siquiera. Alguien agarró pedazos y se empezó a pegarlos, rearmando. Demasiado rápido, demasiado fuerte. 
Me arregló la casa y me quitó la Soledad. Así, de pronto. Cuando yo recién estaba empezando a aceptar la idea de que, en efecto, estaba sola. Cuando yo recién había comprado un cuadro para el comedor, pensando de a poquito que todo podía ser más colorido en mí, él dejó sus manchas rojas en mis paredes y sus colores translúcidos en mis ventanas. Me alimentó, me acarició durante todas mis vigilias. Me abrazó en todas mis pesadillas. Me sacó los zapatos y me cubrió de frazadas.
Me arrancó de la mano la plasticola escolar con la que yo empezaba a pegarme lento, y entró con su gotita y me roció de líquido espeso y transparente. Todos los bordes. Y pegó, pegó, pegó.

Yo lo dejé.
Yo confié en sus manos porque eran hermosas.
En sus ojos porque eran sinceros.
En sus brazos porque eran cálidos.
En su sexo porque era suelto.
En sus palabras porque eran suaves.
En su rearmarme, porque era certero.


Ahora que mis pedazos están pegados, él confiesa que sólo armó por el afán de arreglar.
Y me ve armada y me explica, que no hay otra cosa para mí, que sus cosas son para otra persona, que no hay nada más.
No
hay
nada
más.
Todo es violento y vertiginoso y yo sólo escupo llanto por la boca, por los ojos, y ese llanto es pegamento que se me sale del cuerpo. "Tengo que dejar de llorar," pienso, "tengo que conservar el pegamento."
Pero no hay forma. 
Me siento desarmarme, y lo único que puedo hacer es pedirle que me sostenga. Que me mantenga unida un rato más, que sople para que seque el pegamento. Que apriete los cachos para que no queden tan frágiles, para que no se reabran las grietas.


Cuando llegue ese día en el que decida irse del todo para que alguien pueda arreglarlo a él, no sé qué será de mis pedazos. 
Quedarán unidos
o volverán a separarse
o se romperán en mil nuevas fracciones.
No comprendo la razón por la cuál hay personas que se empeñan en arreglarme, para después explicarme calmos que me tienen que dejar caer.

Estoy todavía mareada en la sorpresa de la velocidad. No estaba preparada para de nuevo no ser elegida. La segunda opción, esa que armás mientras esperás tu propia reparadora. 
No puedo esperar a que alguien me deje también armarlo.

Estoy todavía mareada entre el enorme sentimiento de gratitud y maravillosidad ante éste ser que me arregló tan minuciosamente, con tanto cuidado, y la agobiante tristeza infinita de entender que ahora sólo puedo romperme.

Estoy, quizás, simplemente aún rota.
Y cada vez tengo menos esperanzas en poder confiar en quien se ofrezca a armarme.

Sunday, April 21, 2013

Temblores.

Temblores.
Me tengo miedo a mí misma.
No sé cómo empezó todo. No sé en qué momento dije, basta, quiero ser feliz.
Por primera vez creo que estoy haciendo todo bien. Que estoy cambiando mis hábitos para lograr mi bienestar. Dejé de fumar. Tengo la casa ordenada. Voy a la facultad y al trabajo. Me tomo mis momentos para dibujar o cantar. Decoro. Hago ejercicio. Me pongo crema después de bañarme.
Nunca estuve tan bien.

Y sin embargo, temblores.
Me agarran sobre todo en los pies y en las piernas. Temblores fuertes, que no puedo detener.
De pronto, un dolor extraño en la cabeza, puntual, pero difícil de explicar. Como si algo de mí estuviera a punto de escaparse por ahí. Entonces me agarro la cabeza fuerte, en ése punto, para impedir que se me salga la vida escupida por el cráneo.
Me voy, vuelvo unos segundos, quizás pido agua o un médico y me vuelvo a ir.
Temblores.

Antes de irme, intento focalizarme en algo. En una cara, en un dibujo, en una pared. Trato de hablar, de entender en dónde estoy, de decirme a mí misma que no es nada y que ya se me va a pasar.
Por momentos me invaden ganas fuertes de cerrar los ojos, pero ni bien lo hago, me siento morir. Me siento alejarme. Me siento ajena a mí misma. Me voy.

Mientras no estoy, apenas percibo algunas cosas del mundo. Pienso y lloro, sin lágrimas y en silencio. Pienso, ¿terminará así? ¿Hay algo después de esto? ¿Existe algo más? Por instantes resuelvo dejarme ir, hasta que de pronto, en un ataque de consciencia, de desesperación, de realidad, pido por adentro con todas las pocas fuerzas que me queden que algo me salve, que algo me retenga, me devuelva al mundo. No siento el clima, ni la sed, ni el tacto con las cosas o con las personas; no siento nada más que desesperación. Quiero pedir ayuda pero no puedo comunicarme, pienso, no me entenderán, no pueden hacer nada, y caigo, y subo, y tiemblo.
Es lo único que siento.
Temblores.

Cuando vuelvo, veo sus ojos preocupados. Lo escucho hablar de pronto. Dice que voy a estar bien, que estoy asustada.
Yo no le respondo.
No le creo, pero no quiero asustarlo. No quiero decirle que me voy a morir.
No quiero decirle que no hay nada que pueda hacer, que lo quiero mirar a los ojos por si acaso sea lo último que mire. Porque ese momento es el último, no importa cuántos momentos sigan después.

Le hablo un poco, y cuando descubro que puedo articular palabras, rápido le comunico mi urgencia, le pido ayuda, o callo y lo miro, y lo aprieto fuerte para que algo me impida volver a partir.

Pero casi inevitables, recurrentes como un hipo oscuro y mortal que vuelve cuando lo creía finalizado, empiezan en la pierna, como si la taladraran, como si pasara por ella electricidad. Y vuelve la presión en los oídos y en la cabeza. Me tiemblan las muelas, las neuronas, los pezones, todo el sistema nervioso tiembla.

Cuando vuelvo él me pregunta, ¿estás mejor? Y sí, estoy mejor, pero sé que en unos segundos se va a volver a repetir todo. Pero le digo que sí, que un poco. Trato de disfrutar el instante de lucidez antes de volver a morir. Durante ese segundo todo parece hermoso, los colores, mi cuerpo, él y sus brazos que me cuidan y me sostienen. Me quieren acá, también. Algo me quiere acá.

Cuando por fin termina, me duermo. 
Me cuesta mucho comprender, al despertarme, que sigo viva. 
Me siento rara todo el día siguiente. Sigue habiendo una presión constante sobre la tapa de la cabeza, y no sé sacármela. Me obligo a salir, para dejar de tener miedo, pero nada es normal. Como si estuviera aprendiendo de nuevo a estar acá. No entiendo bien la gravedad ni las distancias. No estoy triste ni contenta. Sólo estoy, sólo eso.


Quisiera entender qué es exactamente lo que me enferma.
Pensé que podría ser la Soledad... Pero siempre estuve sola. Mucho más sola que ahora.
Pensé que podría ser el Silencio... Pero aún cuando preparo bien los pulmones y me lleno de ganas e intenciones, no me sale ningún grito. Me salen sonrisas y aceptaciones. Gritos, ninguno.

No sé qué es lo que me enferma.
Sólo sé que desde hace algo así como un año dejé de ser una llorona por decisión propia.
Y al parecer, quién no se ahoga en mares de llantos, puede terminar sufriendo terremotos.

Wednesday, April 17, 2013

Manos.

Extraño sus manos grandes como si nunca las hubiera conocido.
A veces hay manos que parece que jamás te hubieran tocado. Incluso cuando se hayan acercado a tu cuerpo y hayan presionado tu piel, en realidad nunca alcanzaron el contacto verdadero.
Porque las manos reales, las que se sienten, son las que acarician, las que abrazan, las que corren el pelo de la cara y peinan las cejas. Esas son las manos verdaderas.
Las otras son pedazos de individuos, que palpan, que hacen al sentido del tacto, pero que no crean una nueva vida del milagro del estar con otro cuerpo en un mismo momento, en un mismo lugar.

Extraño sus manos grandes y me gustaría alguna vez haberlas conocido.
Hubiera preferido llorar para que las manos secaran mis lágrimas, hubiera preferido gritar para que las manos taparan mi boca. 

Ahora pienso que si esas manos estuvieran conmigo, ahora, no las dejaría ir jamás. Que frenaría todo para mirarlas, para tenerlas fuertes, para aprovechar cada instante del contacto con esas manos. Que las apretaría y me las pasaría por el cuerpo, todo, y las escondería abajo de mi almohada. 
Pero es probable, me pongo a pensar, que de tener esas manos conmigo ahora, las dejara actuar y repetir, contenta al menos de poder presenciar sus actos.

Por el miedo a que escapen, no me atrevería a retenerlas.
Por el miedo a perderlas, las dejaría escapar. 

Sunday, March 24, 2013

Aire.

Necesito que alguien me recuerde que existo.
De a poco todo lo hice tan colorido, tan brillante, tan parecido... Tanto quise dejar ser, tanto aceptar, que me borro. Me confundo con el fondo.

Cuando el chofer me dijo algo que no llegué a escuchar, por un momento creí que me habría visto llorar, que me estaría preguntando si estaba bien. "¿Cambio no tenés?" Eso me dijo. ¿Cambio no tenés?

Estoy desesperada porque alguien me mire a los ojos y los vea vivos. Vivos de nuevo. Ahora sólo saben desviar miradas, temiendo no encontrar nada real del otro lado. Busco quien me mire y quien me toque. Quiero encontrar otro con mi volcán, uno que lo vuelva a encender. Necesito alguien que me recuerde que estoy viva.

Necesito alguien que me recuerde que existo.

Sus días ya son otros. Tienen otro ritmo, otro color. Otro Tiempo. Todo parece mecánico, forzado desganado. ¿Habrá sido alguna vez como yo lo recuerdo ser?
¿Importa acaso la verdad?
Ansío despertarlo, sacudirlo. Explicarle que estoy desapareciendo. Que sólo soy producto de su imaginación. Que si deja de pensarme, si deja de sentirme, pronto no seré más que rejunte de células. Células trepando por escaleras mecánicas.

Lo siento. Pierdo el tacto.
Tocame. ¡Tóquenme todos! Aprétenme con fuerza, Quiero lograr sentir algo.
¿Cómo puede resultarme tan insignificante otra piel? ¿Cómo es que puedo ni inmutarme frente a sus roces, a sus presiones, cuando alguna vez significaron la vida? Así me lo construí todo. Hermoso e insignificante.

Quisiera al menos poder llorar como antes. A borbotones, hasta hincharme los ojos, lastimarme la nariz, y los labios, y enrojecer la piel...

Pero tanto necesitaste de mi que cerrara toda hendija, que trabara cada puerta, que de pronto pareciera que nada puede entrar.

Necesito que alguien me recuerde que existo.

Sunday, February 17, 2013

De una Caminata de Domingo.

Una pila de libros al costado de la cama, deshecha. Los mira largo, los mira profundo, y triste. Ya releyó sus títulos doce, quince veces. Si sigo mirándolos me voy a volver loca, piensa. Pero no mueve los ojos por otros tres segundos, antes de dar vuelta la cara.
Una valija semi abierta tiene ropa interior desordenada. Agrega dos remeras, casi no elige, solo las tira encima de tanto trapo. Un pantalón. Un abrigo. Minifaldas, claro. Qué sería de ella sin sus minifaldas, sin dejar a la vista las piernas largas, flacas, frágiles. Los muslos duros, suaves. 
Del baño saca el cepillo de dientes, pero se arrepiente. Lo vuelva a dejar. Ya compraré uno por ahí. 
Mete una carta vieja en uno de los tres libros de la pila más pequeña, en la misma hoja doblada en la que anteriormente habría guardado esos billetes, pocos, sucios. 
No recordaba cómo lo había decidido. Se habia despertado hirviendo. ¿De fiebre? ¿De ganas?
Pensó en Alicia. Gorda. Alta. Es un abrazo caminante. Tiene unos senos enormes que parecen una cueva, tan diferentes a los de ella que apenas se asoman. Sus manos son blancas, muy blancas, más blancas que el resto de su cuerpo. Alicia, Alicia. Alicia que la hubiera abrazado cuantas veces fuera necesario con tal de evitar lo que ahora mismo sucedía. Alicia, Alicia, Alicia. La que lo sabía todo. La que guardaba entre esos pechos sus secretos y jamás los dejaba salir. Sus tortillas de arroz, sus tortillas de fideos, todo es reciclable, Alicia. Se acordó de los vasos altísimos, interminables en los que le hacía la chocolatada. Duraban días, horas, vaya uno a saber. Todo era grande, todo estaba hecho a su medida, Alicia. Con la voz un poco demasiado aguda, que casi generaba sorpresa en quien la escuchara hablar por primera vez. Y en cómo lo empujaba a Mario de acá para allá, ay, Mario! Esas piernitas arrugadas, esos ojos chiquitos, esas pupilas casi imperceptibles, como pecas negras, que tanto miran en silencio. Su manía de taparse con una manta, en donde quiera que estuviera, en cualquier posición, sin importar el clima. Mario. Alicia. Alicia.
Medias. Las hizo bollitos redondos y guardó por lo menos tres pares. Ya tenía casi todo. Repasó en su mente. Antes de cerrar, agarró los tres libros de la pila chica y los puso sobre la ropa, apretándolos un poco, haciendo fuerza hacia el fondo de la valija. Eran tres, y hubieran sido nueve, o veinte, si ella hubiera sido más fuerte. Pero todo en ella era así, hermoso, largo, flaco, frágil. 
Cerró, por fin. No le costó demasiado. Había puesto tan pocas cosas que le parecía increíble no necesitar nada más. Se acordó de sus burlas, cuando por un viaje de fin de semana había logrado llenar un bolso enorme, gigante, y otro para los zapatos. Sus burlas. Las de él. 
No, no quiero pensar en él. 
Pero cómo no pensar. Cómo no dedicar unos minutos a recordarlo a él, sus formas, sus risas, sus burlas. Su pelo grueso. Su sonrisa, esa sonrisa por la que ella hubiera dado la vida, esa sonrisa de la que Alicia la habría escuchado hablar incontables veces. Sus dedos redondos, sus uñas cortas, sus libros. Sus silencios largos, flacos, frágiles.
Mientras caminaba bien derecha iba a contramando del mundo. Personajes de todas las historias. Salen de todas las puertas, portones, edificios. Todos parecen más hermosos o más terribles. Todos la miran a los ojos. Todos le hacen preguntas mudas. ¿A dónde van todos? ¿Qué tienen que hacer un día como hoy, un Domingo por la mañana, más que escapar? ¿Qué otro propósito los obligaría a salir de sus camas, de los brazos de sus amantes, de los desayunos continentales, americanos, de las pantallas de colores, de los aires acondicionados que chorrean falsas lluvias, de los mundos que se armaron? Van a la Iglesia, piensa, para encontrar alguna respuesta satisfactoria, alguna que pueda entender por serle ajena. Alguna que le tranquilice no entender.
Todo tiene gusto a última vez. Todo tiene gusto a él, y a las pupilas de Mario, y a las chocolatadas de Alicia. Las lágrimas le empujan los ojos desde adentro, pero el humo de un cigarrillo la ayuda a callar. No le importa que la caja le advierta las consecuencias de ese placer tan pequeño. Su vida es más cancer que el cancer, sus pies ya están desmoronados, su cuerpo es de papel largo, flaco, frágil.
Él es de papel, y lo escribe a cada paso.
Ahora no le queda más que caminar. Por las mismas calles. Por los mismos ecos. Por el mismo camino de secretos que va desde sus labios claros hasta los senos de Alicia, hasta su esternón, hasta los ojos de Mario,  hasta sus silencios, los de él. Y camina.
Y camina.

Friday, February 15, 2013

Veo.

Jugar.

No es ella ni es él. No son sus labios sobre su piel, ni los cruces de sus piernas, ni las caricias, ni los abrazos que jamás conoceré. No son sus sombras hechas una, ni los olores que despiden, ni su explosión perfecta y practicada, ni el esplendor de una pasión quizá apenas apaciguada. No son sus cansancios, acompañados, entrelazados. No son sus cabezas en aquella misma almohada. Ni los roces de sus pieses, ni sus intentos de silencio, ni su jurado amor eterno. No son sus palabras dulces, ni sus respuestas. No son sus risas conjuntas, no son sus tristezas compartidas, no son los consuelos de sus manos. Ni sus miradas cómplices, ni sus conocerse tanto. Ni sus mutuas elecciones, ni sus mentiras, ni sus pecados. No son sus entendimientos. No son sus rincones pactados.
No es lo que me es ajeno, no es lo que me privaron.

Es mi juego, que está roto. Que es una caja vacía. Perdí los dados, las fichas. Los relojes de arena. Las tarjetas, los peones, los jugadores de colores. 
Pero ante todo perdí las reglas.
Y es por eso que no entiendo que aún así, alguien con tantos juegos tan completos, tan entretenidos, correctos, quiera seguir jugando conmigo.
Usándome de tablero.

Tuesday, January 15, 2013

Desquicio de Elección.

Es que yo no sabría, no podría decidir entre comerte a besos y vomitarte todos los fluidos infecciosos con los que me llenaste el estómago, el esófago, el intestino. 

Si empezara por besarte, lento, encerrando tus labios entre los míos y mordiéndolos un poco, incitándote a que mordieras los míos, de seguro un arrebato de locura incontrolable me llevaría a quedarme con un trozo de tu piel entre mis dientes. Y entonces, ¿quién podría detenerme? Ah... ahí sí, entre tanta sangre despedida a borbotones, entre tanto grito de espanto encontraría la paz. Y te agarraría el miembro fuerte, firme, para que pudieras disfrutar conmigo. ¡Qué delicia, masticarte un testículo hasta  hacerlo reventar! Y todo lo tuyo se vería desparramado por la cama, por el piso, por el sillón. Yo me revolcaría apasionada sobre todo, sobre vos. Te desarmaría y pondría tus partes adentro mío, profundo. Empujaría mis dedos contra tus oídos hasta que los sintieras penetrando tu cráneo, tu cerebro. ¡Quién pudiera engullirte, entero, mantenerte en su vientre y después parirte para volverte a amar!

Pero si decidiera vomitar, empezaría por las palabras. Y las palabras se tornarían rápidas, inentendibles. Te hablaría en todos los idiomas y te cantaría todas las canciones, y luego te vomitaría el almuerzo, y el desayuno, hasta que no quede nada más que bilis. Cuando ya te estés ahogando en jugo verde y amarillo empezaría entonces a escupir sangre por la boca, y tu ropa sería la de un asesino. Hasta que mi cuerpo se seque por completo, y en la más pura palidez mis pulmones se me saldrían por la garganta, y lo seguiría el corazón, un riñón y el otro, mi páncreas, la vesícula, ambos intestinos cargando todos sus desechos, y te enredarías en ellos y en todos mis órganos y no podrías ya escaparte de tanto vómito. Llorarías de desesperación por no poder salvarme, y yo bebería sin duda tus ríos salados para regenerar mi cuerpo, por mis venas no pasaría más que tus lágrimas y renacería como otra, como nueva, como mezcla entre ave fénix y pez de las profundidades, como sirena o tritón. Y te hundiría conmigo bajo el océano, hasta que no pudieras respirar, y con ojos violetas te pegaras a mi boca tratando de robarme el último respiro. 
Yo te lo cedería, porque te cedería todo, y acabaríamos por inhalar el mismo aliento, hasta convertirnos en uno. Así entonces no podrías lastimarme, porque lastimarme significaría lastimarte a vos mismo, y recién entonces podrías amarme por completo, desde el egocentro, desde la primera persona que relata y dirige cada una de nuestras vidas. 

Si pudiera armarme de valor y decidir terminar con mis mentiras, entonces no tendría que elegir. Simplemente haría una y la otra, consecutivas, simultáneas, empíricas, palpitativas. Volvería a la forma animal, te traería conmigo, jugaríamos a la presa y el predador, nos olfatearíamos las colas y nos regocijaríamos en explosiones de éxtasis infrenables, interminables, durante horas, o días, o meses, o años, hasta que nuestra existencia terminara por completo. ¡Quién pudiera pasarte las garras por la espalda, juntando células epidérmicas bajo las uñas, chupándose tu dolor en cada dedo! ¡Quién pudiera luego lamerte las heridas, lamerte las plantas del pie y el cuero cabelludo, las ojeras, la nuca, la parte de atrás de la rodilla! Te arrancaría cada lunar y los guardaría entre mis senos, los pintaría de pecas, los rasparía con los pelos cortos de tu barba, o los de abajo de tu ombligo. Y cuando fueras enteramente una viscosidad salivosa, me pegaría fuerte a vos, y seríamos una ameba, una procariota, un aparato de golgi, un retículo endoplasmático rugoso, una mitocondria en eterna fagocitosis.

Fuera como fuese, no te dejaría hablar más veneno, el dolor, el placer no te lo permitirían. Apenas alcanzarías a formular una mueca de sonrisa, feliz de por fin poder caer en el abismo afrodisíaco a cuyo borde tantas veces te acercaste, tentado por la infinitud de su precipicio. Sentirías, podrías experienciar la pulsión en su máxima potencia, en la perfecta amalgama entre lo mortal y lo sexual.

Y en esa sonrisa, en esa rendición, encontraría el suspiro que retiene mi boca y el volcán que habita mi cuerpo. Y podría entonces volver a vivir, sin más.

Monday, January 7, 2013

De una Noche Inquieta y una Imaginación con Insomnio.



A la tarde o a la noche me dejo pensar en vos
 y siento agua 
que empuja por salir de mi cuerpo.
Todo arde 
como si me hubiera quedado dormida bajo el Sol, 
y sólo puedo escucharme palpitar, 
llamándote.
Es tan fácil imaginar tu ahogo en mi oído 
y convencerme de que es tuyo éste sudor...
Todo lo que roza mi piel puede transformarse en un brazo,
o un muslo,
o unos dedos que te pertenezcan.
Siento tus dientes sobre mis labios suaves,
lastimados por la sequedad del clima. 
Cuando te encuentre,
voy a contarte una por una 
las miles de historias
en las que compartimos el espacio
y nos acurrucamos en un mismo aliento.