Sunday, April 21, 2013

Temblores.

Temblores.
Me tengo miedo a mí misma.
No sé cómo empezó todo. No sé en qué momento dije, basta, quiero ser feliz.
Por primera vez creo que estoy haciendo todo bien. Que estoy cambiando mis hábitos para lograr mi bienestar. Dejé de fumar. Tengo la casa ordenada. Voy a la facultad y al trabajo. Me tomo mis momentos para dibujar o cantar. Decoro. Hago ejercicio. Me pongo crema después de bañarme.
Nunca estuve tan bien.

Y sin embargo, temblores.
Me agarran sobre todo en los pies y en las piernas. Temblores fuertes, que no puedo detener.
De pronto, un dolor extraño en la cabeza, puntual, pero difícil de explicar. Como si algo de mí estuviera a punto de escaparse por ahí. Entonces me agarro la cabeza fuerte, en ése punto, para impedir que se me salga la vida escupida por el cráneo.
Me voy, vuelvo unos segundos, quizás pido agua o un médico y me vuelvo a ir.
Temblores.

Antes de irme, intento focalizarme en algo. En una cara, en un dibujo, en una pared. Trato de hablar, de entender en dónde estoy, de decirme a mí misma que no es nada y que ya se me va a pasar.
Por momentos me invaden ganas fuertes de cerrar los ojos, pero ni bien lo hago, me siento morir. Me siento alejarme. Me siento ajena a mí misma. Me voy.

Mientras no estoy, apenas percibo algunas cosas del mundo. Pienso y lloro, sin lágrimas y en silencio. Pienso, ¿terminará así? ¿Hay algo después de esto? ¿Existe algo más? Por instantes resuelvo dejarme ir, hasta que de pronto, en un ataque de consciencia, de desesperación, de realidad, pido por adentro con todas las pocas fuerzas que me queden que algo me salve, que algo me retenga, me devuelva al mundo. No siento el clima, ni la sed, ni el tacto con las cosas o con las personas; no siento nada más que desesperación. Quiero pedir ayuda pero no puedo comunicarme, pienso, no me entenderán, no pueden hacer nada, y caigo, y subo, y tiemblo.
Es lo único que siento.
Temblores.

Cuando vuelvo, veo sus ojos preocupados. Lo escucho hablar de pronto. Dice que voy a estar bien, que estoy asustada.
Yo no le respondo.
No le creo, pero no quiero asustarlo. No quiero decirle que me voy a morir.
No quiero decirle que no hay nada que pueda hacer, que lo quiero mirar a los ojos por si acaso sea lo último que mire. Porque ese momento es el último, no importa cuántos momentos sigan después.

Le hablo un poco, y cuando descubro que puedo articular palabras, rápido le comunico mi urgencia, le pido ayuda, o callo y lo miro, y lo aprieto fuerte para que algo me impida volver a partir.

Pero casi inevitables, recurrentes como un hipo oscuro y mortal que vuelve cuando lo creía finalizado, empiezan en la pierna, como si la taladraran, como si pasara por ella electricidad. Y vuelve la presión en los oídos y en la cabeza. Me tiemblan las muelas, las neuronas, los pezones, todo el sistema nervioso tiembla.

Cuando vuelvo él me pregunta, ¿estás mejor? Y sí, estoy mejor, pero sé que en unos segundos se va a volver a repetir todo. Pero le digo que sí, que un poco. Trato de disfrutar el instante de lucidez antes de volver a morir. Durante ese segundo todo parece hermoso, los colores, mi cuerpo, él y sus brazos que me cuidan y me sostienen. Me quieren acá, también. Algo me quiere acá.

Cuando por fin termina, me duermo. 
Me cuesta mucho comprender, al despertarme, que sigo viva. 
Me siento rara todo el día siguiente. Sigue habiendo una presión constante sobre la tapa de la cabeza, y no sé sacármela. Me obligo a salir, para dejar de tener miedo, pero nada es normal. Como si estuviera aprendiendo de nuevo a estar acá. No entiendo bien la gravedad ni las distancias. No estoy triste ni contenta. Sólo estoy, sólo eso.


Quisiera entender qué es exactamente lo que me enferma.
Pensé que podría ser la Soledad... Pero siempre estuve sola. Mucho más sola que ahora.
Pensé que podría ser el Silencio... Pero aún cuando preparo bien los pulmones y me lleno de ganas e intenciones, no me sale ningún grito. Me salen sonrisas y aceptaciones. Gritos, ninguno.

No sé qué es lo que me enferma.
Sólo sé que desde hace algo así como un año dejé de ser una llorona por decisión propia.
Y al parecer, quién no se ahoga en mares de llantos, puede terminar sufriendo terremotos.

Wednesday, April 17, 2013

Manos.

Extraño sus manos grandes como si nunca las hubiera conocido.
A veces hay manos que parece que jamás te hubieran tocado. Incluso cuando se hayan acercado a tu cuerpo y hayan presionado tu piel, en realidad nunca alcanzaron el contacto verdadero.
Porque las manos reales, las que se sienten, son las que acarician, las que abrazan, las que corren el pelo de la cara y peinan las cejas. Esas son las manos verdaderas.
Las otras son pedazos de individuos, que palpan, que hacen al sentido del tacto, pero que no crean una nueva vida del milagro del estar con otro cuerpo en un mismo momento, en un mismo lugar.

Extraño sus manos grandes y me gustaría alguna vez haberlas conocido.
Hubiera preferido llorar para que las manos secaran mis lágrimas, hubiera preferido gritar para que las manos taparan mi boca. 

Ahora pienso que si esas manos estuvieran conmigo, ahora, no las dejaría ir jamás. Que frenaría todo para mirarlas, para tenerlas fuertes, para aprovechar cada instante del contacto con esas manos. Que las apretaría y me las pasaría por el cuerpo, todo, y las escondería abajo de mi almohada. 
Pero es probable, me pongo a pensar, que de tener esas manos conmigo ahora, las dejara actuar y repetir, contenta al menos de poder presenciar sus actos.

Por el miedo a que escapen, no me atrevería a retenerlas.
Por el miedo a perderlas, las dejaría escapar.