Monday, March 2, 2020

MADRE RÍA

Cuando la encontramos era demasiado tarde. De los dedos duros le brotaba sangre, sus huellas dactilares grietas del cuerpo que dejaban ver lo demás, lo oculto. Agujas infinitas de negro virulana salían como espinas, como pescado queriendo volver al agua, con cuerpo al medio perforado. El rojo se extendía por el delantal, y seguía por frío del suelo. En las juntadillas, entre baldosa y baldosa, danzaba con las espumas todavía vivas de jabón. La mano izquierda sostenía el cepillo de dientes, el suyo. Seguramente estaría pensando, ”Por qué no usé el de él!”. Bueno, si pudiera. 

De él nada mas las sobras sucias de sus zapatos. Pisoteadas fuertes, violentas. Y sus puños en la cara, qué cara particular tenía. Tatita decía que era mezcla de pájaro con gato suelto. La grasa se salía de las pisadas, brillaba como petróleo negro, como un espejo maldito.

A excepción de la cocina - que fuera de Ella y sus sangres y sus grasas, tenía también jarros botados por doquier y millones de lentejas desparramadas -, el resto de la casa relucía. Una solo limpiaría así ante la visita de la Reina, pero ella no. Para Sandrita eso era simplemente un Domingo. 

Ninguna de nosotras la había escuchado jamás discutir, ni chistar, ni quejarse de nada. Incluso esa mañanita que le encontró unas bragas rojas en el bolsillo del saco, nada de nada. Pero dicen del edificio que ese día por primera vez fue conocida su voz. “Por favor, quítate los zapatos”. Esa fue la última frase de Sandrita. Quizás pueda parecer triste, pero en verdad, es hermosa. Si Sandrita hubiera sabido que esa noche diría su última frase, apuesto que hubiera elegido esa misma. 

De él, nada. Silencio. Ni correteo, ni riña, ni gritos. Un golpe en seco y caída. 

Dicen ahora que se está quedando en donde su primo, hasta que pase el revuelo. No lo duden, lo veremos regresar. Sabe que por aquí el barullo dura poco y las sangres se pierden entre el humo.

Monday, May 16, 2016

Vergüenza

Me pregunté algunas o un montón de veces cómo vivirá la vida la gente no tan intensa.

Preguntarse es lo de menos.
Lo que en verdad me preocupa, es que muchas veces no hago cosas por la vergüenza de que el otro, el afectado, vea ridícula mi intensidad. 

Esas cosas me pasan desde que tengo memoria. Me duele recordar detalles para mí fundamentales, y que aquellos con quienes compartí los momentos del recuerdo los borraran totalmente. Pero, ¿cómo que no te acordás? Estábamos sentados en el pasto, se nos habían mojado las colas, perdimos una tuca, y me miraste a los ojos, y yo me tapaba la boca con una bufanda verde oscura que después perdí esa vez que salí a tomar cerveza con mis amigas, y que cuando volví me tuviste que abrazar y explicarme que era sólo una bufanda y que las cosas se pierden. Osea que para vos no fue tan importante como para mí, ese día. Si no te acordarías, como me acuerdo yo.

A veces quiero, no quiero, muero, desespero por hablar con alguien y decirle que gracias, o que se vaya a cagar, que la manera en que nuestras vidas se tocaron fue enorme, violenta, sensual, que me cambió, que soy otra, que siempre lo llevo conmigo o que cada tanto me encanta releer nuestras palabras y pasarle los dedos a nuestra historia. ¿Y pero si descubro que para el otro ya pasó? ¿Que nada resuena, convoca? ¿Que ni siquiera aún durante esos tiempos nada de nosotros, o peor en realidad, nada de mí lo movió?

Para defenderme me hago cargo de que no soy nada para nadie, de que nunca se me recuerda, y de que no puedo jamás haber afectado ni para bien ni para mal la vida de ningún ser humano en esta Tierra.

Qué vergüenza.
Qué vergüenza tener vergüenza al amor no correspondido.

Friday, December 4, 2015

Moco es amor.

Vos estás ahí y nos miramos y nos sonreímos porque hay personas con las que no puedo dejar de sonreír.
Te tengo miedo porque ya te sé. Ya te sentí fuerte y ya te escuché cerca y ya me mojaste con lágrima y moco. O, en realidad, no te sentí nunca y sólo fuiste mudo y seco. Fuiste demasiado mudo y seco, siempre.

¿Cómo a alguien tan ruidoso y mojado pueden atraerle espíritus tan mudos y tan secos?

"Vos sentís todo demasiado" me suspirás tranquilo mientras yo me desgarro gobiernos, me erizo derechos, me celebro juicios, me escupo la muerte, me visto ideologías, me arranco necedades, me desespero injusticias.

"Te importa todo demasiado" y yo te hablo mis preocupaciones del trabajo, mis inseguridades del ensayo, mis frustraciones en la música, mis deshaceres en la poesía, mi contradicción en las lógicas, mis perturbaciones en los sueños.

"Llorás demasiado" y yo atribuyo mi sal a las felicidades, a las sorpresas, a la muerte, a la salud, a mi país, a mi raza, a las demás, a las especies, al desencuentro, a todos los futuros imposibles, a la catarsis, a la vergüenza, a la incapacidad, al enojo, a la impotencia.

Muy de vez en cuando me llorás un sentimiento que no entendés. Te sentís ridículo, o lo escondes, o te convencés de que te hace bien. A mí se me llena la hipocondría emocional de tranquilidad, sos humano, pienso, estás, existís, acá, conmigo. Me querés, pienso. Porque si sentís, me querés.

No sé quien es el normal.
Cuando volvés a tu barrio, a tu manzana, a tu casa, yo ya no estoy más. Yo me quedé allá con el barullo, con las discusiones políticas, con las risas desmesuradas, con la voz ronca, con lágrimas y mocos pegados. Con los ojos hinchados donde se me juntan todas las cosas que no entiendo.
Vos seguís en silencio, en sequedad, en felicidad. Todas tus cosas lindas son mucho más lindas que las mías. No me necesitás, no te acordás, y no me tenés miedo.

Hasta algún momento en que otra vez, por casualidad cósmica o ley de atracción, por energía hippie espiritual, por azar, porque sí, porque es inevitable, se nos cruzan las miradas.
Vos estás ahí y nos miramos y nos sonreímos porque hay personas con las que no puedo dejar de sonreír.

Wednesday, August 5, 2015

Sí.

Me quiero enamorar de vos!
El cuerpo lo grita. Es mi mayor verdad.
Me quiero enamorar de vos.
Y si pudiera elegir te elegiría.
Maldito corazón de pacotilla.

No sé qué será que a veces me causan más sorpresa las cosas que se repiten que las nuevas. Como tener una canción en loop esperando en algún rincón del corazón que de pronto empiece a sonar otra.

Monday, April 13, 2015

Año nuevo, muerte nueva.

11 de Abril de 2015

De la noche de fin de año de 1999 no tengo ninguna foto. No es que se hayan perdido en el analógico mar del tiempo, ni sufrieron catástrofe alguna que las hiciera invisibles. No. Simplemente nunca existieron.

Ese año me habían pasado muchas cosas. Para mí, mi vida hasta entonces había sido un infierno, un infierno del que no me quería escapar. Pero esa noche del 31 de Diciembre, Madre, Padre, Hermano y yo, estábamos sentados en un parque grande, con una casa grande, donde lo más grande era el silencio. Fue el primer Fin de Año en el que había una sensación de que lo habían logrado. Madre y Padre habían podido finalmente escaparle a la miseria y la pobreza, habían materializado el sueño que los demás creyeron imposible. Teníamos una casa, nuestra, para nosotros solos y nadie más.

El parque estaba muy vacío. Todavía hoy cuando lo visito me sorprenden la altura y variedad de los árboles. No había nada más que casa y pasto pelado, pasto feo y pinchoso. Pero pasto al fin.

Yo había estrenado mis diez años hacía un mes y, por supuesto, ya me sentía adulta. Hermano podía estar contento y correr y reírse, porque el era chico y no entendía. Hay que tenerle paciencia. Pero yo aportaba al silencio y hacía esfuerzos inconmensurables por estar triste, por mirar triste los fuegos artificiales, por no ilusionarme ante tanto cambio: La casa, los dígitos de mi edad, el milenio.
Esa es la tragedia del niño adulto: no poder entender que lo único que una persona triste necesita de otra, es felicidad. Esa fue la condición que en mi afán por acercarme a Madre me dejó emocionalmente huérfana. Y esa noche se hacía latente cada vez que el reloj avanzaba unos milímetros.

Las sillas eran las únicas que habíamos conseguido, las del comedor. La casa todavía estaba bastante vacía. No habíamos comprado Cocacola, y no tengo recuerdo alguno de qué comimos, incluso quizás no hayamos comido nada. Éramos cuatro sillas viejas en un suelo nuevo, esperando las doce para poder irnos cada uno a su cama sin culpa, sin el sentimiento de estar robándole a los demás la promesa social de fiesta, alegría, familia, y expectativas generadas en una fecha tan comprometedora.

Pero las doce no llegaban más. El tiempo es muy largo cuando uno se dedica simplemente a mirarlo pasar. Es como lo trenes de carga que avanzan por las vías a unas cuadras de la casa: Imperceptibles cuando uno está ocupado con sus cosas, interminables cuando se los espera para cruzar la barrera.

Yo escuchaba lo ruidos felices de las casas alrededor. Mirando para atrás, la que está en la diagonal izquierda era, en ese entonces, la casa de Paloma.
Paloma y yo nos habíamos conocido durante los fines de semana en los que íbamos a visitar la casa en construcción. Eran mis fines de semana favoritos porque muchas veces iba sola con Padre, y eso quería decir que no tenía que andar cuidándome de no romper fragilidades. A él le tenía otro tipo de miedos, pero al menos no cargaba con culpa y tristeza obligada.

Paloma tenía un hermano mellizo que ya no recuerdo de nombre ni de cara. Eran unos años más chicos que yo, quizás de la edad de mi hermano, y eran - hasta el momento - nuestros únicos amigos en el barrio. Tenían una de esas familias modernas en las que para las fiestas los adultos se emborrachan y hacen chistes de adultos, a veces sexuales, a veces llenos de malas palabras. De esas familias en las que todos se ríen mucho y a los hijos se los carga y se los jode y se los tira a la pileta.
A mí ese mundo me resultaba fascinante. Y sobre todo en una noche como esa, tan llena de pensamiento y tan vacía de sonido.

A eso de las once, yo ya no sabía qué hacer con mis manos, con mis pies, con mis ojos. Estaba quieta hacía quinientos años, callada, muerta. Anuncié que me iba al baño pero nadie contestó. Tenía que escaparme, de alguna manera tenía que correr hasta algún lugar donde la música estuviera tan alta que nadie me escuchara reír a carcajadas, a algún lugar donde hubiera tanta gente que nadie me notara bailando desquiciada.
Maquiavélica, agarré a Hermano y lo metí para la casa. Él, inocente y tan bueno como era; yo, decidida y terrible. No fue difícil convencerlo de que le pidiera permiso a Padre para irnos un rato a lo de Paloma y su hermano. Yo actué el papel de hermana mayor que acompaña al chiquito en sus caprichos. Como para cuidarlo y que no se fuera solo. Como para ayudar.

De la fiesta de Paloma no tengo un recuerdo concreto. Grité, comí muchísimo, conocí familiares ajenos que me palmeaban la cabeza. A veces en voz baja los escuchaba preguntar por mí a los dueños de casa. Dos nenes solos dando vueltas en Año Nuevo llaman la atención. Yo no quería escuchar la respuesta porque sabía que todos sabían, y no quería tener que escuchar las palabras que nosotros cuatro tanto nos habíamos empeñado en no pronunciar jamás.
Bailé desquiciada, me reí a carcajadas. Miré fuegos artificiales muy de cerca por primera vez, aunque no tiré ninguno. Alguien me tiró a la pileta con ropa, yo giraba y el agua giraba y la comida giraba y los colores giraban. Estaba viva y esa misma vida es la que me hace imposible concretar detalles en mi memoria.

"¡Annita! ¡Anna!". Tardé un rato en entender que era mi nombre. Hermano me tiraba del brazo. "Son casi las doce", me advirtió. Para él era tan inconcebible pasar las doce lejos de Madre y Padre como volver al silencio lo era para mí. Qué ganas de ser huérfana o hermana de Paloma. Qué ganas de quedarme en el estruendo y en el agua.
Pero Hermano tenía ojos desesperados y me apretaba la mano demasiado. Desde alguna otra dimensión se empezó a escuchar la cuenta regresiva. Volví al mundo adulto casi de un golpe y corrí. Corrimos. Saltamos el alambrado por la parte más bajita, la que habíamos golpeado con palos para poder juntar el mundo de Paloma con el nuestro, y llegamos al parque del pasto pelado y pinchoso.

Quizás, con los números y con el año se estaría yendo también la angustia, el miedo. La culpa. Quizás corriendo muy rápido pudiera llegar a una familia alegre, esperanzada. Pero cuando el planeta entero pasaba del cinco al cuatro, ya se veía a pocos metros. Madre llorando, tirada, destrozada sobre el cuerpo de Padre que le acariciaba la cabeza.

Hermano siguió corriendo y el parto del milenio lo pasó abrazado a ellos, dándole un beso a Madre y contándole alegre todo lo que habíamos hecho en el universo de Paloma. Yo lo pasé sola y quieta, con los pies lastimados y picosos, en ese suelo nuevo con sillas viejas, en un parque grande con una casa grande.




Todo terminó diez días después, cuando al fin, agotado, flaco, inútil y seco, Abuelo abandonó la lucha y se dejó morir en la cama en la que ya demasiadas veces había causado sorpresa al despertarse.
El cáncer se lo había comido todo. Lo había devorado, y aún insatisfecho, había encontrado la manera de expandirse por todos lados. Había cáncer pegado en Abuela, en Tíos, en Madre. Había cancer pegado en mí.

Hasta el día de hoy, todavía jamás pude quitarme el pegamento.