Sunday, February 17, 2013

De una Caminata de Domingo.

Una pila de libros al costado de la cama, deshecha. Los mira largo, los mira profundo, y triste. Ya releyó sus títulos doce, quince veces. Si sigo mirándolos me voy a volver loca, piensa. Pero no mueve los ojos por otros tres segundos, antes de dar vuelta la cara.
Una valija semi abierta tiene ropa interior desordenada. Agrega dos remeras, casi no elige, solo las tira encima de tanto trapo. Un pantalón. Un abrigo. Minifaldas, claro. Qué sería de ella sin sus minifaldas, sin dejar a la vista las piernas largas, flacas, frágiles. Los muslos duros, suaves. 
Del baño saca el cepillo de dientes, pero se arrepiente. Lo vuelva a dejar. Ya compraré uno por ahí. 
Mete una carta vieja en uno de los tres libros de la pila más pequeña, en la misma hoja doblada en la que anteriormente habría guardado esos billetes, pocos, sucios. 
No recordaba cómo lo había decidido. Se habia despertado hirviendo. ¿De fiebre? ¿De ganas?
Pensó en Alicia. Gorda. Alta. Es un abrazo caminante. Tiene unos senos enormes que parecen una cueva, tan diferentes a los de ella que apenas se asoman. Sus manos son blancas, muy blancas, más blancas que el resto de su cuerpo. Alicia, Alicia. Alicia que la hubiera abrazado cuantas veces fuera necesario con tal de evitar lo que ahora mismo sucedía. Alicia, Alicia, Alicia. La que lo sabía todo. La que guardaba entre esos pechos sus secretos y jamás los dejaba salir. Sus tortillas de arroz, sus tortillas de fideos, todo es reciclable, Alicia. Se acordó de los vasos altísimos, interminables en los que le hacía la chocolatada. Duraban días, horas, vaya uno a saber. Todo era grande, todo estaba hecho a su medida, Alicia. Con la voz un poco demasiado aguda, que casi generaba sorpresa en quien la escuchara hablar por primera vez. Y en cómo lo empujaba a Mario de acá para allá, ay, Mario! Esas piernitas arrugadas, esos ojos chiquitos, esas pupilas casi imperceptibles, como pecas negras, que tanto miran en silencio. Su manía de taparse con una manta, en donde quiera que estuviera, en cualquier posición, sin importar el clima. Mario. Alicia. Alicia.
Medias. Las hizo bollitos redondos y guardó por lo menos tres pares. Ya tenía casi todo. Repasó en su mente. Antes de cerrar, agarró los tres libros de la pila chica y los puso sobre la ropa, apretándolos un poco, haciendo fuerza hacia el fondo de la valija. Eran tres, y hubieran sido nueve, o veinte, si ella hubiera sido más fuerte. Pero todo en ella era así, hermoso, largo, flaco, frágil. 
Cerró, por fin. No le costó demasiado. Había puesto tan pocas cosas que le parecía increíble no necesitar nada más. Se acordó de sus burlas, cuando por un viaje de fin de semana había logrado llenar un bolso enorme, gigante, y otro para los zapatos. Sus burlas. Las de él. 
No, no quiero pensar en él. 
Pero cómo no pensar. Cómo no dedicar unos minutos a recordarlo a él, sus formas, sus risas, sus burlas. Su pelo grueso. Su sonrisa, esa sonrisa por la que ella hubiera dado la vida, esa sonrisa de la que Alicia la habría escuchado hablar incontables veces. Sus dedos redondos, sus uñas cortas, sus libros. Sus silencios largos, flacos, frágiles.
Mientras caminaba bien derecha iba a contramando del mundo. Personajes de todas las historias. Salen de todas las puertas, portones, edificios. Todos parecen más hermosos o más terribles. Todos la miran a los ojos. Todos le hacen preguntas mudas. ¿A dónde van todos? ¿Qué tienen que hacer un día como hoy, un Domingo por la mañana, más que escapar? ¿Qué otro propósito los obligaría a salir de sus camas, de los brazos de sus amantes, de los desayunos continentales, americanos, de las pantallas de colores, de los aires acondicionados que chorrean falsas lluvias, de los mundos que se armaron? Van a la Iglesia, piensa, para encontrar alguna respuesta satisfactoria, alguna que pueda entender por serle ajena. Alguna que le tranquilice no entender.
Todo tiene gusto a última vez. Todo tiene gusto a él, y a las pupilas de Mario, y a las chocolatadas de Alicia. Las lágrimas le empujan los ojos desde adentro, pero el humo de un cigarrillo la ayuda a callar. No le importa que la caja le advierta las consecuencias de ese placer tan pequeño. Su vida es más cancer que el cancer, sus pies ya están desmoronados, su cuerpo es de papel largo, flaco, frágil.
Él es de papel, y lo escribe a cada paso.
Ahora no le queda más que caminar. Por las mismas calles. Por los mismos ecos. Por el mismo camino de secretos que va desde sus labios claros hasta los senos de Alicia, hasta su esternón, hasta los ojos de Mario,  hasta sus silencios, los de él. Y camina.
Y camina.

Friday, February 15, 2013

Veo.

Jugar.

No es ella ni es él. No son sus labios sobre su piel, ni los cruces de sus piernas, ni las caricias, ni los abrazos que jamás conoceré. No son sus sombras hechas una, ni los olores que despiden, ni su explosión perfecta y practicada, ni el esplendor de una pasión quizá apenas apaciguada. No son sus cansancios, acompañados, entrelazados. No son sus cabezas en aquella misma almohada. Ni los roces de sus pieses, ni sus intentos de silencio, ni su jurado amor eterno. No son sus palabras dulces, ni sus respuestas. No son sus risas conjuntas, no son sus tristezas compartidas, no son los consuelos de sus manos. Ni sus miradas cómplices, ni sus conocerse tanto. Ni sus mutuas elecciones, ni sus mentiras, ni sus pecados. No son sus entendimientos. No son sus rincones pactados.
No es lo que me es ajeno, no es lo que me privaron.

Es mi juego, que está roto. Que es una caja vacía. Perdí los dados, las fichas. Los relojes de arena. Las tarjetas, los peones, los jugadores de colores. 
Pero ante todo perdí las reglas.
Y es por eso que no entiendo que aún así, alguien con tantos juegos tan completos, tan entretenidos, correctos, quiera seguir jugando conmigo.
Usándome de tablero.