Monday, April 13, 2015

Año nuevo, muerte nueva.

11 de Abril de 2015

De la noche de fin de año de 1999 no tengo ninguna foto. No es que se hayan perdido en el analógico mar del tiempo, ni sufrieron catástrofe alguna que las hiciera invisibles. No. Simplemente nunca existieron.

Ese año me habían pasado muchas cosas. Para mí, mi vida hasta entonces había sido un infierno, un infierno del que no me quería escapar. Pero esa noche del 31 de Diciembre, Madre, Padre, Hermano y yo, estábamos sentados en un parque grande, con una casa grande, donde lo más grande era el silencio. Fue el primer Fin de Año en el que había una sensación de que lo habían logrado. Madre y Padre habían podido finalmente escaparle a la miseria y la pobreza, habían materializado el sueño que los demás creyeron imposible. Teníamos una casa, nuestra, para nosotros solos y nadie más.

El parque estaba muy vacío. Todavía hoy cuando lo visito me sorprenden la altura y variedad de los árboles. No había nada más que casa y pasto pelado, pasto feo y pinchoso. Pero pasto al fin.

Yo había estrenado mis diez años hacía un mes y, por supuesto, ya me sentía adulta. Hermano podía estar contento y correr y reírse, porque el era chico y no entendía. Hay que tenerle paciencia. Pero yo aportaba al silencio y hacía esfuerzos inconmensurables por estar triste, por mirar triste los fuegos artificiales, por no ilusionarme ante tanto cambio: La casa, los dígitos de mi edad, el milenio.
Esa es la tragedia del niño adulto: no poder entender que lo único que una persona triste necesita de otra, es felicidad. Esa fue la condición que en mi afán por acercarme a Madre me dejó emocionalmente huérfana. Y esa noche se hacía latente cada vez que el reloj avanzaba unos milímetros.

Las sillas eran las únicas que habíamos conseguido, las del comedor. La casa todavía estaba bastante vacía. No habíamos comprado Cocacola, y no tengo recuerdo alguno de qué comimos, incluso quizás no hayamos comido nada. Éramos cuatro sillas viejas en un suelo nuevo, esperando las doce para poder irnos cada uno a su cama sin culpa, sin el sentimiento de estar robándole a los demás la promesa social de fiesta, alegría, familia, y expectativas generadas en una fecha tan comprometedora.

Pero las doce no llegaban más. El tiempo es muy largo cuando uno se dedica simplemente a mirarlo pasar. Es como lo trenes de carga que avanzan por las vías a unas cuadras de la casa: Imperceptibles cuando uno está ocupado con sus cosas, interminables cuando se los espera para cruzar la barrera.

Yo escuchaba lo ruidos felices de las casas alrededor. Mirando para atrás, la que está en la diagonal izquierda era, en ese entonces, la casa de Paloma.
Paloma y yo nos habíamos conocido durante los fines de semana en los que íbamos a visitar la casa en construcción. Eran mis fines de semana favoritos porque muchas veces iba sola con Padre, y eso quería decir que no tenía que andar cuidándome de no romper fragilidades. A él le tenía otro tipo de miedos, pero al menos no cargaba con culpa y tristeza obligada.

Paloma tenía un hermano mellizo que ya no recuerdo de nombre ni de cara. Eran unos años más chicos que yo, quizás de la edad de mi hermano, y eran - hasta el momento - nuestros únicos amigos en el barrio. Tenían una de esas familias modernas en las que para las fiestas los adultos se emborrachan y hacen chistes de adultos, a veces sexuales, a veces llenos de malas palabras. De esas familias en las que todos se ríen mucho y a los hijos se los carga y se los jode y se los tira a la pileta.
A mí ese mundo me resultaba fascinante. Y sobre todo en una noche como esa, tan llena de pensamiento y tan vacía de sonido.

A eso de las once, yo ya no sabía qué hacer con mis manos, con mis pies, con mis ojos. Estaba quieta hacía quinientos años, callada, muerta. Anuncié que me iba al baño pero nadie contestó. Tenía que escaparme, de alguna manera tenía que correr hasta algún lugar donde la música estuviera tan alta que nadie me escuchara reír a carcajadas, a algún lugar donde hubiera tanta gente que nadie me notara bailando desquiciada.
Maquiavélica, agarré a Hermano y lo metí para la casa. Él, inocente y tan bueno como era; yo, decidida y terrible. No fue difícil convencerlo de que le pidiera permiso a Padre para irnos un rato a lo de Paloma y su hermano. Yo actué el papel de hermana mayor que acompaña al chiquito en sus caprichos. Como para cuidarlo y que no se fuera solo. Como para ayudar.

De la fiesta de Paloma no tengo un recuerdo concreto. Grité, comí muchísimo, conocí familiares ajenos que me palmeaban la cabeza. A veces en voz baja los escuchaba preguntar por mí a los dueños de casa. Dos nenes solos dando vueltas en Año Nuevo llaman la atención. Yo no quería escuchar la respuesta porque sabía que todos sabían, y no quería tener que escuchar las palabras que nosotros cuatro tanto nos habíamos empeñado en no pronunciar jamás.
Bailé desquiciada, me reí a carcajadas. Miré fuegos artificiales muy de cerca por primera vez, aunque no tiré ninguno. Alguien me tiró a la pileta con ropa, yo giraba y el agua giraba y la comida giraba y los colores giraban. Estaba viva y esa misma vida es la que me hace imposible concretar detalles en mi memoria.

"¡Annita! ¡Anna!". Tardé un rato en entender que era mi nombre. Hermano me tiraba del brazo. "Son casi las doce", me advirtió. Para él era tan inconcebible pasar las doce lejos de Madre y Padre como volver al silencio lo era para mí. Qué ganas de ser huérfana o hermana de Paloma. Qué ganas de quedarme en el estruendo y en el agua.
Pero Hermano tenía ojos desesperados y me apretaba la mano demasiado. Desde alguna otra dimensión se empezó a escuchar la cuenta regresiva. Volví al mundo adulto casi de un golpe y corrí. Corrimos. Saltamos el alambrado por la parte más bajita, la que habíamos golpeado con palos para poder juntar el mundo de Paloma con el nuestro, y llegamos al parque del pasto pelado y pinchoso.

Quizás, con los números y con el año se estaría yendo también la angustia, el miedo. La culpa. Quizás corriendo muy rápido pudiera llegar a una familia alegre, esperanzada. Pero cuando el planeta entero pasaba del cinco al cuatro, ya se veía a pocos metros. Madre llorando, tirada, destrozada sobre el cuerpo de Padre que le acariciaba la cabeza.

Hermano siguió corriendo y el parto del milenio lo pasó abrazado a ellos, dándole un beso a Madre y contándole alegre todo lo que habíamos hecho en el universo de Paloma. Yo lo pasé sola y quieta, con los pies lastimados y picosos, en ese suelo nuevo con sillas viejas, en un parque grande con una casa grande.




Todo terminó diez días después, cuando al fin, agotado, flaco, inútil y seco, Abuelo abandonó la lucha y se dejó morir en la cama en la que ya demasiadas veces había causado sorpresa al despertarse.
El cáncer se lo había comido todo. Lo había devorado, y aún insatisfecho, había encontrado la manera de expandirse por todos lados. Había cáncer pegado en Abuela, en Tíos, en Madre. Había cancer pegado en mí.

Hasta el día de hoy, todavía jamás pude quitarme el pegamento.